martes, 29 de abril de 2008

Historia de una máquina de afeitar (2)

Asistir al deterioro de una persona; al consumo, más o menos paulatino, de la vida de un ser querido es algo realmente difícil. Por un lado está el sufrimiento de uno, dado por la tristeza, que se debe intentar paliar de forma que no sea visible a los demás; y por una mezcla entre impotencia y no saber muy bien qué hacer. Por otro lado se encuentra la responsabilidad: la de hacer lo que debes en cada momento, la de sentirse apenado (sí, también existe) y por último la de aprender de ello y aplicarlo a la vida. Ésta última es una responsabilidad para con todas las personas que tienen que morir cada día, en general, y para con los nuestros, en especial. Y me siento frustrado y decepcionante al sentirla pero no hacer nada.

Yo ni siquiera estoy muy apegado a mis abuelos (no sé si conscientemente porque me quiera alejar del drama). Tampoco creo excusar a mis sentimientos pensando que "es que tienen 90 años, es ley de vida". Pero veo a mis padres, a los que siempre tenemos como voces y adalides de la experiencia; de la vida. Cuyas experiencias creemos totales. Y se me cae el alma a los pies al ver cómo se tienen que enfrentar a la peor etapa de sus vidas. Y me quedo callado porque una vez más no sé muy bien qué decir, tan sólo pregunto y lo lamento. Son sensaciones incluso superiores a la incomodidad que producen (supongo que por mi personalidad, de ahí mi "parálisis").

Pasé la mitad de semana santa en un hospital. Yo no sabía, o mejor dicho, no quería saber, el alcance de la enfermedad. Pero tampoco era ciego, y había visto en cuestión de 3 meses cómo un hombre pasaba de hacerse 5 kilómetros al día andando a tener que ser llevado casi a rastras por el hospital. Además, mi madre había sido rotunda hasta límites de crueldad (con su propio padre) al decirme en alguna ocasión, y sin yo preguntarle directamente, que le queda muy poco, con "suerte" unos meses. Aún así yo la quería ver poniéndose en lo peor.

Al segundo día en el hospital, mi padre me invitó a acompañarle a comprar algunas cosas. Pasamos por una tienda de electrodomésticos y el déjà vu fue inminente. Me pregunto si a él también se le pasó por la cabeza (estoy casi seguro de que sí). Fue entonces cuando interioricé de una vez que el final iba a llegar. Le compramos una máquina de afeitar a mi abuelo, y es probable que me toque heredarla también.

Prometo no volver a sacar el tema. Al menos hasta que sea inevitable.

martes, 1 de abril de 2008

Historia de una máquina de afeitar (1)

Antes de empezar me he preguntado en qué tono prefería escribir este post. Al final me he decantado por intentar hacerlo lo menos serio posible, aunque igual no me salga. Algunas cosas pueden sonar cínicas pero... creo que la vida ya lo es de por sí demasiado como para no poder tratar el tema de esta forma. Y además es como me gustaría poder afrontarlo llegado el momento.


Tendría unos 15 o 16 años. Estaba en casa y sonó el teléfono: "-Levanta a tu tío que ya es hora." Mi padre se refería a mi tío el soltero, que había venido a hacerse unas pruebas médicas rutinarias debido a su diabetes y algún asunto menor. Eran poco menos que unas vacaciones para él. Y esa tarde se estaba echando la siesta en la cama como hacía siempre, sólo que se había quedado dormido más tiempo de lo normal y mi padre no quería que tuviera desfases con algún medicamento que se tenía que tomar.

"-A., vamos levántate que ya es muy tarde." Golpeé la puerta pero no parecía inmutarse. Llamé a mi padre para contarle lo que pasaba. "-Entra y despiértale. Y si acaso le dices que estoy al teléfono para que hable conmigo."

Entré y le zarandeé hasta que se despertó. "-eh? ah, mh, mhhh." Él sólo hacía gruñidos en ese momento. "-Vamos que te está llamando mi padre, vente al teléfono". Me siguió y se puso al teléfono. No acertó a decir palabra, sólo gruñidos. Dejó el teléfono y se volvió directo a la habitación. Yo hablé con mi padre y me dijo que debía tener una crisis hipoglucémica (le ocurrían de vez en cuando por la diabetes) y que fuera rápido a por un vaso con azúcar y se lo diera; y él salía directo a casa.

Al pasar por delante de la habitación vi cómo estaba haciendo ademanes de vestirse, como gestos automáticos. Cuando volví con el vaso estaba metiéndose en la cama otra vez: "-Vamos A., que me ha dicho mi padre que te tienes que tomar esto." Le di de beber como pude, pero él seguía como ausente y se volvió a acostar. Yo ya no sabía qué más hacer. Al rato llegó mi padre y se puso a reanimarlo en la cama, pegándole incluso, como para que despertara. Es como si hubiera estado sonámbulo o algo así. Después no se acordaba de nada. Fue una de las experiencias más horribles de mi vida.

Le hicieron pruebas para ver qué podía haber pasado o si tenía algo grave. A los dos días los resultados dijeron que le quedaban 15 días de vida. Tenía cáncer de pulmón, el daño era ya irreparable y que empeorara era cuestión de días. Se había pasado media vida fumando paquete y pico de Ducados al día. Sin embargo ya llevaba 5 años sin probar un cigarro. Paradojas de la vida.

Le ingresaron poco después para intentar algún tratamiento paliativo. Durante los 10 días que estuvo en el hospital se le comunicó en todo momento lo que le iban a ir haciendo, pero no le dijeron directamente, ni los médicos ni la familia, "te vas a morir". ¿Se puede estar preparado para oír eso? ¿Con 40 años? ¿Se puede estar preparado para decirlo a un ser querido?

Al día o dos de ingresarle, mis padres decidieron comprarle una máquina de afeitar, de las eléctricas, que por entonces costaban más de 30.000 pesetas. La compraron con la condición añadida de que yo la heredara después. Y así fue. Mi tío murió, con embolia cerebral incluida. En el velatorio ni siquiera parecía él. Era la primera vez que veía a una persona muerta, aunque apenas podía levantar la cabeza del suelo. Sentía una mezcla de pesar, miedo y respeto.

Ahora me afeito casi todos los días con esa máquina de afeitar que heredé de mi tío.